Todo empieza con un regalo que se mueve. Una caja que
esconde algo más que un bicho enternecedor. Me planteo cómo alguien que no sabe
prácticamente ni cuidar de sí mismo va a cuidar de una criatura tan pequeña e
indefensa (cuatro años después ya no era precisamente pequeña, aunque
probablemente sí indefensa, por lo menos ante las garrapatas). Esa
incertidumbre se traduce nada más tocarlo, cuando le rompo una uña. Pienso… “amigo,
no sabes dónde te has metido”. Pasó el tiempo y dormir a base de ruidos
nocturnos se convirtió en una costumbre. Lo que al principio molestaba se fue transformando
en algo agradable. Siempre he pensado que tener encerrado en una jaula a un ser
que por naturaleza necesita correr y desarrollar sus instintos es algo un poco
inhumano. Pero llegaba su hora de comer y mordía los barrotes de esa jaula (que
para él era su hogar; sí, su hogar) como si le fuese la vida en ello. A medida
que pasaban los días ya no se escapaba de la jaula, ni subía las escaleras para
después tener miedo de bajarlas, ni se metía debajo de la cama, ni subía a ella.
Comenzó una vida fascinante: la de dejar pasar los días, sin más. “¡Vaya conejo
más vago, nunca sale ya!”. Lo que ninguno sabíamos es que bajo esa mirada de
paz y tranquilidad se escondía un sufrimiento que nadie supo adivinar. No sé si
hice lo correcto mientras vivías. Tampoco sé si lo hice hace dos días
decidiendo sobre tu vida. Ni siquiera sé si hago lo correcto escribiéndote esto.
Sólo sé que cuando me despedí de ti la primera canción que escuché, sin yo
ponerla, fue Still loving you (y para colmo soy escorpio). No hace falta decirte que te echo de menos y que siempre voy a
abrir tu habitación (sí, tenías una habitación para ti sólo y encima sin pagar
alquiler) pensando que estarás ahí tirado sin que nada te altere.
Te quiero.
Julio